Foto: Florencia Cesio

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Quienes tuvimos la suerte de tener un padre que nos enseñó “la cultura del trabajo”, tendríamos  que hablar, en realidad, de nuestras “primeras responsabilidades”, las que fueron anteriores a nuestro primer trabajo. Así fue desde chicos hasta la adolescencia: estuvimos a su lado, colaborando en las tareas del campo.

Pasada estas etapas y por lógica consecuencia en la vida de cada uno, tuve que buscar el sustento personal fuera del ámbito familiar en procura de los sueños que me propuse.

Mientras preparaba el ingreso a la Facultad de Agronomía de la UBA y, luego, en los primeros años de la carrera, trabajé de cadete en una inmobiliaria, de empleado en la Subsecretaría de Recursos Naturales y en un banco. Finalmente, vendí productos agropecuarios. Trabajos que ciertamente eran poco afines al ideal propio que me había marcado, pero realizados en la creencia “del todo suma”, “del todo sirve”, que se traduce en la práctica en el valor agregado que iba incorporando a mi perfil laboral y que, en algún momento, podía llegar a poner en práctica.  

Cursando el tercer año de la carrera y en línea con lo mencionado anteriormente, me inscribí en un curso de producción lechera en la Asociación  Criadores de Holando Argentino (ACHA), para comenzar a conocer algo de la misma, ya que nunca la había desarrollado. En el transcurso, conocí a dos productores que tenían un tambo y me ofrecieron trabajar con ellos. Grande fue mi sorpresa, considerando que no tenía experiencia en el manejo y, al explicarles la imposibilidad de aceptarlo, me pidieron que me abocara a la parte de alimentación, sobre todo en lo relacionado con la implantación de praderas –aspecto en el que tenía conocimientos y práctica–. Así obtuve, de alguna manera, mi primer trabajo no profesional.                 

Con el diploma de Ingeniero Agrónomo en mano en 1982, me dediqué a pleno al asesoramiento y a la administración de establecimientos agropecuarios, lamentablemente, en los años en que la producción, tanto agraria como pecuaria, no valía nada. Buenos resultados productivos, pero a la hora de contar los porotos. . .,  se obtenía muy poco.

En la década de los 90, un amigo me ofreció trabajar “en espacios verdes”, área no muy desarrollada por otros colegas y que se perfilaba bien para el futuro, ya que la gente comenzaba a valorar en aquella época la incidencia que estos tenían en su vida cotidiana.        

Lentamente, fui reemplazando mi querida producción agropecuaria por esta nueva especialidad “en la que había muchísimo por hacer”.  Espacios verdes de la Biblioteca Nacional, Autopistas de Sol, Telefónica de Argentina, etc., obras que tuve a cargo de la Dirección de Obra o del Proyecto, según sea el caso.

En todas ellas, se presentó un nuevo amigo –inanimado en este caso–: el árbol. Al ir conociéndolo comprobé que se enfermaba como cualquier ser viviente. A partir del requerimiento “que lo curara o mejorara”, nació mi actual especialización, en la que no me arrepiento de haber incursionado, y la inicié en la inolvidable ciudad de Tandil.

Más allá de lo realizado, el contar mi historia personal tiene sentido cuando puede ser tomada en cuenta, principalmente, por aquellos que están transitando las primeras etapas, con su primer trabajo o sin él. Contarles que todo inicio es difícil y que tanto la montaña como una escalera tienen en común “que hay que subirlas” y que cuando se está al pie de las mismas la cima parece muy lejana y a veces inalcanzable.

La diferencia entre ambas es que la escalera tiene peldaños bien definidos que nos ayudarán a ascender, y que, inexorablemente, tendremos que utilizarlos para no caernos.
Con fracasos y éxitos, con avances y retrocesos, pero en la medida que exista una actitud de lograr los objetivos trazados (peldaños) uno se va alejando del piso.

Años difíciles me llevaron en muchas ocasiones “a tener que bancar mi carrera”, en lugar de que sea a la inversa. Hoy, a mis 57 años, las cosas son distintas como consecuencia y fruto del esfuerzo, a lo que se agrega la ayuda de otro amigo que nunca me abandonó y que para encontrarlo hay que elevar la mirada al cielo.

Agustín J. Sañudo (57), Ingeniero Agrónomo
agrosan@fibertel.com.ar

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